Cultura y espectáculos

El Gran Valor de la Verdad Incómoda: Libro

El nuevo libro y conferencia de Aquiles Castañeda Böhmer, "El Gran Valor de la Verdad Incómoda, Cuando la Inclusión Acaba Con la Organización", estará disponible a mediados de junio en Amazon Kindle, este es un extracto del prólogo, para que sepas de que va esta nueva publicación.

El  Gran Valor de la Verdad Incómoda: Libro

EL GRAN VALOR DE LA VERDAD INCÓMODA

Cuando la inclusión acaba con la organización

Aquiles Castañeda Böhmer

Prólogo

      Comencé a trabajar antes de los 13 años de edad, fue en la tienda donde mi padrino era gerente.

Mi trabajo consistía en empaquetar las cosas que la gente compraba para ponerla de nuevo en el carrito. Aprendí de alguien con mayor experiencia que yo en eso, que los productos enlatados van junto con los de plástico y que los más frágiles se ponían en la misma bolsa.

Alguna vez, ya como adulto, puse los huevos que compré en la misma lata en la que estaban algunos productos enlatados, cuando llegué a la casa los huevos llegaron completamente rotos, no se salvó uno solo.

Mi segundo empleo fue junto a mi tío Pablo, él vendía libro y enciclopedias de casa en casa. Me enseñó desde tocar la puerta, hasta solicitar la atención del posible comprador.

“Tienes que ser muy respetuoso. Casi todas las señoras de las casas que visitamos están ocupadas haciendo algo que para ellas es importante. Su tiempo es valioso, intenta hacerles preguntas sobre lo que les gusta antes de ofrecerles alguna colección de libros en particular. Cuando uno vende es porque escuchó bien”. Recuerdo todavía esas palabras de mi tío.

Estuve cobijado por gente de confianza en mis primeros trabajos, tuvieron siempre la paciencia de explicarme lo que no sabía y de tratarme como si mi trabajo fuera en verdad valioso, algunas veces me pagaron un poco más solo para hacerme sentir que lo que hacía era realmente importante.

Luego, a los 17 años, tuve la fortuna de que mi primer empleador “no familiar” fuera un buen ser humano. Se trataba de una empresa de seguridad privada a la que llegué por una confusión: Una mañana, una amiga que se enteró que estaba buscando un empleo temporal para las vacaciones de verano, me llamó para pasarme un par de teléfonos de vacantes que encontró en el diario local. Descarté la idea de ser agente de seguridad privada porque un requisito indispensable era que el candidato fuera mayor de edad; entonces, según yo, me dirigí al negocio donde buscaban alguien que atendiera el mostrador de una tienda de partes para reparación de bicicletas, invertí los números telefónicos y las direcciones por error y acabé como agente armado de seguridad en la sucursal de un banco, mentí sobre mi edad y entregué una copia modificada de mi acta de nacimiento real. Hice trampa y me quedé con el empleo.

Ahí conocí al “Güero”, un elemento de la seguridad de un empresario local. Lo veía casi siempre que lo acompañaba a depositar o recoger sumas grandes de dinero; “El Güero” estaba armado con un fusil automático Uzi de nueve milímetros, esa arma era muy popular en las películas de acción de los años noventa. Lo convencí de prestármela para mostrarla a mis amigos y al día siguiente la llevé en una mochila a la escuela, el arma no estaba cargada, es más, “El Güero” le quitó el cargador antes de prestármela y advertirme que tuviera mucho cuidado con que alguien me viera con ella.

Ese mismo día, por la noche, un automóvil se detuvo afuera de la casa del amigo al que fui a enseñarle el arma. Del auto descendieron tres hombres y uno de ellos me arrebató el fusil de las manos.

¡Dile al pendejo del “Güero” que le llame a Arturo para que le regrese la metralleta y tu muchacho idiota no andes sacando estas cosas a pasear como si fueran juguetes! – Gritó el hombre antes de entrar al vehículo y desaparecer por la calle.

No tenía idea de que hacer. Esa noche no pude dormir por la angustia de encontrarme al “Güero” la mañana siguiente y explicarle la forma en la que perdí el fusil Uzi que me había confiado después de insistir mucho en que tendría cuidado de no mostrarlo a nadie.

El “Güero” entró por la puerta del banco con el fusil colgado en el hombro y oculto debajo del saco, se acercó a mí y me dijo: - No pasa nada, todo está bien, el pendejo fui yo por prestártelo. – Me hizo sentir lo que fui, un verdadero imbécil.

En ese medio de la seguridad privada todos se conocían, al terminar mi turno de trabajo tuve que ir a la oficina de mi empleador para darle una explicación. Pese a mi pronóstico, seguí trabajando para él durante el resto del verano. Luego fue solamente parte del anecdotario, pero en el momento pensé que podría ir a la cárcel por portar un arma de uso exclusivo del ejército, aunque estuviera descargada.

A los 17 años era incompetente para mantener la responsabilidad por encima de mi ego. Sabía la admiración que provocaría en mis amigos que yo tuviera un arma de fuego de cualquier tipo y que además fuera en particular una metralleta Uzi; el revolver calibre 38, que usualmente portaba en el banco se quedaba resguardado ahí mismo al final del turno.

Mentí para obtener el empleo, mentí para obtener el arma prestada y pagué las consecuencias, aunque no del todo. Luego fui creciendo, trabajé a la par de la universidad y fue cuando me di cuenta de lo afortunado que fui en los empleos anteriores en los que me hicieron sentir que era inteligente, hábil y valioso.

En la primera empresa en la que trabajé siendo aún estudiante universitario, la mayoría de mis compañeros no corrió con la fortuna de poder, por lo menos, concluir la preparatoria. Su realidad los obligó a buscar un empleo que les ayudara a solventar parte de sus gastos, casi todos tenían por lo menos un segundo empleo.

Me rebasaban por mucho en experiencia, por eso les importaba poco que yo llegara como recomendado del jefe y de una de las universidades de más prestigio del país. Para ellos era otro “inútil recomendado” que iría de la empresa como tantos otros antes que él, tan pronto sintiera “la chinga”.

Al paso de los meses me fui ganando el respeto de la mayoría, pero tuve que aprender de todos ellos; dejar el ego detrás de la puerta, escuchar y tratar de aprender lo más rápido posible.

Fue la forma en la que pude mantenerme y ganar un espacio en un entorno ríspido en el que, si no sabes hacer tu trabajo te vas a ir invariablemente, pues la gente que trabaja no va a permitir que te quedes mucho tiempo siendo un inútil, a menos de que seas el hijo del dueño o uno de sus parientes cercanos, el hijo de uno de sus amigos, o algún recomendado de alguien a quien el dueño le debe “un favor”, incluso el amigo de alguno de los hijos del dueño.

Aprendí así que, en mi caso, la única forma de mantenerme avanzando en el terreno profesional era siendo competente en una o varias cosas; supe que dependería en gran medida de mi capacidad para aprender y escuchar, antes de ejecutar cualquier actividad que para mi resultara nueva. En el medio donde quería desarrollarme profesionalmente mis padres no tenían influencia, tendría que trabajar tanto o más que los demás para ganarme un espacio y aceptar la frustración de equivocarme en casi cada una de mis primeras experiencias y aceptar las consecuencias de esas equivocaciones, sin que necesariamente significaran el fin de mi carrera.

Por eso desarrollé intolerancia a las personas que son incapaces de aprender lo fundamental para desempeñarse eficientemente en el entorno en el que trabajan. A lo largo de mi historia y muy probablemente también de la tuya, tuve compañeros verdaderamente incompetentes; jefes a los que no se les podría adjudicar medio dedo de frente y subordinados a los que preferiría no volver a ver en toda mi vida, a todos ellos los traté con respeto.

Más allá de los desafíos impuestos por una nueva e impuesta política de inclusión en las empresas, hay un reclamo generalizado respecto de una actitud que predomina en lo qu epuede considerarse una nueva generación de profesionistas, empleados, emprendedores, gerentes y directores de compañías que los cotratan o incluso de sus propias empresas: “No existe capacidad autocrítca y la crítica parece el peor de los pecados”.

El entorno laboral se matizó de colores arcoíris, a los colaboradores hay que hablarles como si fueran una flor de “diente de león”, que se deshace al menor soplo y en general, hacer notar la incapacidad de alguien en las tareas que le fueron encomendadas puede ser motivo de despido.

Los buenos jefes son el equivalente a una cariñosa abuelita y los tiranos, son los jefes o los clientes que se atreven a exigir resultados a cambio del pago que hacen por un servicio.

Cada vez es más complejo encontrar personas dispuestas a trabajar, una realidad que se agrava por el efecto que en algunas personas causan los apoyos económicos que reciben del gobierno; literalmente, hay miles de familias que consideran que ganan más no trabajando.

Ante esta realidad, mantenerse de pie es un reto para cualquier organización y lo único que las puede salvar de desaparecer gradualmente, es poner un poco de luz a la estupidez y hablar con la verdad como principio fundamental del entorno organizacional, aunque resulte incómoda.